Domingo, 20 de noviembre del 2005 - Crítica de La chica con la maleta.
alerio Zurlini firma "La chica con la maleta" ("La ragazza con la valigia", 1960) una historia sobre la relación de una mujer de ligeras costumbres, Aida, y un jovencito de alta cuna de solo 16 años. La película está planteada como una oda a la que es casi su protagonista absoluta, la bella Claudia Cardinale: cada plano es una mirada a su agraciada anatomía. Los personajes masculinos que la rodean apelan sin excepción a las promesas y el dinero para conquistarla, pero la forma que cada uno tiene de aproximarse a ella es diferente y en su variedad representan también distintos tipos de espectador. Jacques Perrin interpreta a Lorenzo, que enamorado de ella a primera vista, condenado al desegaño, deberá resolver todos los interrogantes que esconde la bella mujer. Representa una juventud impetuosa que no entiende de juicios morales, así su hermano se la presente como una cretina. Le enamora su graciosa ingenuidad, la espontaneidad que la lleva a compartir unos sueños en los que él se ve reflejado. Sin embargo, esta ensoñación esconde una realidad bien diferente: la de una mujer encerrada en su propia naturaleza, en su propio papel, incapaz de dejar de engañar, de dejarse llevar por la chabacanería, inconscientemente, tal vez. Un personaje a medio camino entre la fatal Karin de "Stromboli" y la tontuela Frisky de "Pan, amor y fantasía", pero con toda la dignidad que le confiere una reina de la pantalla como Claudia. El personaje del cura benefactor, tan propio al cine italiano de postguerra, sirve para hacer consciente para Aida su verdadera condición y las consecuencias que involuntariamente tiene su compañía para Lorenzo, que en su maduración acaba aceptando que no siempre es posible superar las fronteras que separan a las personas... La película transita singularmente entre el drama y la comedia, haciendo gala de un sentido del humor elegante que se asienta en el desarrollo de los personajes y situaciones preconcebidas en el guión, y nunca en golpes de efecto. Una vertiente cómica que remite a la tradición cinematográfica italiana, pero que sin embargo no acaba de cuajar. En cuanto a la calidad artística de la obra hay que sopesar pros y contras. En pro, una fructífera equidistancia que sitúa los temas y usos formales de la película entre dos etapas bien distantes del cine italiano. Aida se presenta por primera vez a Lorenzo con una maleta desvencijada (lástima que, a pesar del título, el guión la acabe olvidando en lo que resta de film), pero el plano que recoge a ambos, mujer y maleta, es un monumental picado. En un encuentro en un restaurante, Aida no deja de recordar al camarero su pedido, ya que para ella es impensable desperdiciar un bocado, más si es gratis, aunque en ese momento se encuentre acongojada y entre lágrimas, causa de las confidencias que comparte con su acompañante, todo ello en medio de unos diálogos que sugieren más que dicen. El punto de sofisticación de Aida, su ruindad interior, su inconsciencia, su caprichoso comportamiento, anuncian a personajes y estrellas diferentes, influencia hollywoodiense incluida. La divergencia entre los personajes, opuestos en su esencia, obligados a entenderse en lenguajes diferentes, también. Pero la modernidad del film se encuentra sobre todo en su faceta formal y narrativa. La intención artística de Zurlini sobrepasa seguramente su capacidad expresiva. La posición de la cámara, que acompaña las acciones de los personajes, también pretende evocar sus sentimientos, llegando a extremar su colocación cuando el momento así lo requiere. Se plantean escenas completas, como la que se desarrolla en una estación ferroviaria, con el sólo objeto de transmitir el sentir de un personaje. Puntualmente, la cámara concentra toda su atención en el primer plano de un intérprete, obviando la actividad que se desarrolla en torno suyo, dejando que en su expresión se lean sus emociones. En otro momento, se elimina el sonido de una conversación, obligando a Cardinale a una interpretación muda. El desinhibido gusto por la monumentalidad del realizador sitúa a los personajes, por medio de un ligero contrapicado, en un fondo conformado por el cielo y gigantescos edificios. La escena del determinante encuentro en la playa, pese a su pobre construcción, asombra por el modo en que el realizador filma únicamente a los protagonistas, en diferentes poses, rodeados de un vacío total, y recurriendo además al fuera de campo... Y sin embargo, el riesgo de incorporar estos y otros recursos innovadores no se corresponde con el resultado final de las escenas, como digo, montadas con escaso sentido del ritmo y de la progresión dramática, a las que ni el recital intepretativo de sus dos protagonistas, rico en detalles, lleno de inusitados cambios de registro, ni la calidad de fotografía e iluminación, ni la variada selección musical, clásica y moderna, pueden ayudar a salvar. Estas limitaciones se reproducen en el esquema general del film, que queda afectado por la escasez de nuevas situaciones que sirvan para mostrar la evolución de unos personajes (y unos actores) que lo merecen.
Viernes, 18 de noviembre del 2005 - Crítica de A Bittersweet Life.
as pujantes cinematografías asiáticas, especialmente la surcoreana, pero no únicamente, nos viene deslumbrando con títulos que a través de nuevas soluciones formales sobrepasan sin tapujos los límites entre lo lírico y lo visceral, entre lo extraño y lo familiar, entre lo prosaico y lo transcendente. Ji-woon Kim sobresale con su "A Bittersweet Life" por asumir y compendiar elementos narrativos de variada influencia: la tradición del film de género japonés y su recepción por el cine occidental, la inventiva de los nuevos autores asiáticos, la posmodernidad europea. La obra es extremadamente clásica en cuanto a sus presupuestos temáticos y profundamente moderna en cuanto a los narrativos. Se nos cuenta la desesperanzada historia de un mafioso obligado a decidirse entre dos lealtades, la que le vincula autoritariamente a su jefe y la que responde a un renovada conciencia de si mismo, a un respeto a sus propios sentimientos, a su individualidad. La historia de un amor tardío, la del hombre desarraigado que despierta a una belleza nunca conocida, a una vida que el tiempo, fatal, no le permitirá recobrar. El film diferencia una primera parte que comienza por describirnos detenidamente a su protagonista: su reserva, el silencio de sus emociones, el comedimiento de sus expresiones, anuncia a sus compañeros, no precisamente una sumisión inequívoca, sino una transformación incipiente e imprevisible, mientras que la bravuconería se acepta como expresión de lealtad. Es un ejemplo excelente de un modo de interpretar los comportamientos que atraviesa aquí los convencionalismos para asumir la ambigüedad y complejidad psicológica de los personajes. El realizador encierra al protagonista en escenarios vacíos, lo encapsula en su vehículo, introduciendo una atmósfera que evoca una soledad sólo interrumpida por sus encuentros con la joven a la que tiene la misión de proteger: son encuentros a distancia, y el acercamiento entre ellos es más mental que físico. La estilización formal y dramática del film y, en contradicción, la simplicidad, el esquematismo, con el que se resuelven las situaciones y se introducen los elementos simbólicos producen una síntesis poco habitual en el cine moderno. En consencuencia, el film es muy cuidadoso con las innovaciones formales, que lejos de cualquier veleidad al estilo del, por otro lado fascinante, Chan-wook Park, acompañan la construcción de las escenas siempre justificadamente. Las escenas intermedias representan por igual el punto de inflexión en el proceso de transformación del protagonista como de la propia película, que se torna, en una segunda parte, completamente opuesta. El protagonista se convierte aquí en un ser indestructible con un único objetivo: acabar con el mundo que le dió sentido a su existencia hasta ese momento, el de la mafia, en un intento fútil por rescatarse a sí mismo del paso del tiempo. Las jocosas escenas en las que se prepara, se arma, para la matanza que se propone, la planificación de las escenas de acción, las referencias al cine negro o al western, a la obra de Kitano, la violencia pura y simple, como es siempre en realidad, todo confabula en una progresión en la que se intuye el final fatal, un final que luego sorprende por la infinita tristeza que transmite.
Domingo, 13 de noviembre del 2005 - Crítica de Malas tierras.
ay directores que se hacen de rogar. Victor Erice, con solo tres largometrajes en más de treinta años de carrera, es uno de ellos. El misterioso Terrence Malick, con otros tantos films en tres décadas, es otro. A esperas del próximo estreno de "The New World" su cuento sobre la llegada de los primeros colonos al actual territorio de los Estados Unidos, nada mejor que saborear sus primeros trabajos. El autor (para bien o para mal, pero autor con todas las letras), de dos joyas como "Dias del cielo" o la más reciente "La delgada línea roja" ha vuelto a despertar todas mis neuronas con "Badlands" (1973), su primer largometraje como realizador. El film parte de una apuesta narrativa similar a "Dias de cielo": la amplitud de campo, el preciosismo de los decorados, la preeminencia de la voz en off, cierta manera personal de entender los tiempos narrativos, y sobre todo, una actitud de obstinada rebeldía contra los patrones aceptados en el oficio de hacer cine. Esta defensa de la libertad creadora del realizador concuerda en cierto modo con el tema del film: Kit y Holly (Martin Shenn y una púber Sissy Spacek) dos jóvenes desarraigados y de insustanciales existencias tratan de hacer sobrevivir un amor que las diferencias de edad y clase social amenazan con destruir. La oposición del padre de ella se resuelve con el asesinato del viejo a manos de Kit, que con su amada inicia una huida hacia delante sin objetivo definido. Entre asesinato y asesinato, los jóvenes pasan de vivir en el aislamiento de un bosque a conocer la vida palaciega de un rico, o a recorrer medio país a bordo de un Cadillac. De inmediato el argumento puede hacernos pensar en una road movie al uso, o mejor, en películas de fugitivos tan recordadas (casi un pequeño género) como Bonnie and Clyde o la más actual Asesinos Natos. Sin embargo, en "Malas tierras" la variedad de referentes va mucho más allá. La voz en off, la parte textual del film, tiene tanta importancia como las imágenes y explican tanto o tan poco como estas, lo cual no es casualidad en un autor como Malick, que parece amar por igual la literatura y el cine, y que, recordemos, se le supone profesor de filosofía. En el film hay mucho de los clásicos de aventuras, y si algo impide que se puedan identificar por completo son sus consecuencias: los temas que en el fondo se tratan, la alienación, el absurdo de la existencia, la fragilidad de la identidad... pertenecen todos a la órbita del analítico siglo XX más que a la del romántico XIX. Es más, hay en este film algo que nos traslada del sufrido James Dean de "Rebelde sin causa", testimonio de una generación, a las preocupaciones más trascendentales de directores como Coppola y Kubrick, cuyos sendos films bélicos tienen mucho en deuda con el trabajo de Malick, así de poderosa es su influencia. En cuanto a su faceta formal y narrativa, destacaca en el film el afán destructivo del realizador, si bien no se muestra tan radical como en "Días del cielo", donde parece comprometerse en un modelo completamente alternativo de planificación, donde las fronteras entre escenas y secuencias se diluyen. En "Badlands", en cierta consonancia con Jean-Luc Godard, la emancipación del realizador se produce frente a las exigencias habituales de coherencia del guión y causísitica de los hechos narrados. Esto se traduce en un desprecio por todo aquello que no sea imprescindible para transmitir las ideas pretendidas, si bien el realizador se permite ironizar sobre su propia tesis, evidenciándola. Por otro lado, la voz en off acentúa cierta sensación de intrascendencia, de levedad, de los acontecimientos narrados habitual en la obra de Malick, volviendo a los personajes más extraños y contradictorios si cabe. Y con el mismo objetivo introduce el film una discusión sobre quién empuja a quién, si Kit a Holly o al revés, a participar en actos tan siniestros. La disputa la resuelve Kit, que se autoatribuye toda la responsabilidad, encantado de convertirse en héroe (o antihéroe) nacional, y obtener finalmente un reconocimiento, no tanto de los demás, como de sí mismo (es decir, una identidad), que hasta entonces como ciudadano pacífico no disfrutó. Un ejemplo sobresaliente de desmitificación. La película se completa con otras tantas cargas de profundidad, momentos memorables por su fuerza simbólica, una fotografía y unos paisajes exquisitos, una selección musical tan extraña como el propio film, algunas escenas de un montaje audaz (en el asesinato del padre, las imágenes saltan al ritmo de los tiros), otras cuya planificación parece querer confundir al espectador, y algún que otro detalle inadvertible pero extraordinario. Absolutamente genial.