Jueves, 10 de noviembre del 2005 - Crítica de Historias de Filadelfia.
n "Historias de Filadelfia" hay un admirable mestizaje de formas de hacer comedia. Más aún, de formas de hacer cine en principio incompatibles. La obra de George Cukor es un retrato mordaz en tono tragicómico sobre la clase alta americana. La inminente boda de Tracy (Katharine Hepburn) con el estirado advenedizo George Kittredge (John Howard), sirve como anuncio de la "tragedia". La asistencia al evento de Dexter Haven (Cary Grant), acompañado de unos periodistas que se inflitran como amigos de un familiar (los personajes de James Stewart y Ruth Hussey), y la llegada inesperada de libertino padre de la novia, sirven también para ir completando el coro que sembrará la confusión en los sentimientos de Tracy, cuyo amor se disputan varios hombres, y precipitará los acontecimientos. Se advierte en esta adaptación teatral de la obra de Philip Barry un profundo sustrato dramático, que comienza por la ambigüedad de los personajes, marcados por un pasado irrecuperable, sometidos a crisis personales de cuya resolución dependerá su futura felicidad. Se aprecia una gran riqueza en la definición de los personajes, tanto como tipos humanos que se encuentran en diferentes etapas de su viaje por el desengaño hasta la verdadera madurez, como también en cuanto a su representatividad social, lo cual sirve para explorar y relativizar toda una serie de tópicos o prejuicios sociales e introducir fructíferamente contrastes que son muestra de conflictos que existen en la sociedad. El elegante sentido del humor de "The Philadelphia Story" se mueve en cierto tono de irrealidad y complicidad con el espectador que emparenta al fim con la obra, entonces reciente, del magistral Howard Hawks de "La fiera de mi niña", de la que recibe además la experiencia interpretativa de dos actores. Se advierte también la impronta de Lubitsch en el juego de cambio de papeles que protagonizan los dos periodistas encubiertos, pero Cukor no demuestra la desenvoltura suficiente para alcanzar, siquiera mínimamente, las cotas de hilaridad del maestro alemán, y el abandono del juego (con el reconocimiento de la identidad de cada cual) mediado el film es casi una rendición ante el frustrado intento. Mientras tanto, las escenas más puramente dramáticas (protagonizadas casi todas por un Cary Grant en un registro exquisito entre la circunspección y el cinismo, muestra de una polivalencia no siempre reconocida), adolecen por la densidad de los diálogos (responsabilidad esta que quizá cabría atribuir a la labor en la producción de Joseph L. Mankiewicz) y no parecen adaptarse con fluidez al cuerpo de un film que además relega al sustancial personaje de Grant a momentos muy puntuales. Excelentes son, sin embargo, las escenas en las que todos los personajes masculinos imputan a Tracy su endiosamiento y falta de compasión, en lo que tal vez es una crítica al lugar que en la sociedad se tiende a otorgar a la mujer, pero que en todo caso sirve para concentrar acumulativamente, en la dirección de Hepburn, todas las tensiones, hasta la catarsis. Por otro lado, la intervención de Cukor es discreta, pero destaca por la sofisticación de la puesta en escena, resuelta con éxito en toda la complejidad que implica una obra por momentos casi coral, por medio del uso inteligente de planos de conjunto que engloban significativamente a grupos de personajes, o también por el recurso al segundo plano para los personajes cuya participación en la escena es secundaria pero fundamental. Se advierte, sin embargo, una torpeza e indecisión en Cukor con la introducción de los primeros planos, que pujan por aparecer pero cuando lo hacen resultan demasiado evidentes. Los mayores aciertos del realizador los encontramos, como en la excelente "Una doble vida", en la integración de los personajes en el escenario, de cuyos elementos arquitectónicos se sirve para acentuar el dramatismo de la escena. Todo lo que pueda haber de bueno en el resto del film se concentra en la interpretación de sus tres protagonistas (de los que Stewart resulta quizá el menos sorprendente), cada uno de los cuales impone su reinado a las escenas que en derecho les corresponden y comparten presencia frente a la cámara en otras tantas (imprescindibles) escenas románticas que destacan por sus delirantes diálogos.
Lunes, 31 de octubre del 2005 - Crítica de Rosetta.
odría decirse que los Dardenne hacen películas conceptuales. Un concepto visual simple que decide sobre la posición de la cámara, dogmáticamente. El actor adecuado, no necesariamente el mejor. Una apuesta por la economía expresiva. Por la estilización del símbolo. La dedicación al actor. Misterio, preguntas. Émilie Dequenne es la joven actriz francesa que da la cara por "Rosetta", la protagonista del film que recibió la Palma de Oro de Cannes en 1999. Rosetta no es una chica convencional. No tiene dinero ni le conocemos amigos. Vive con su madre alcohólica en un camping. Conoce a Riquet en un tenderucho donde venden gofres. Tal vez gracias a su intervención consigue trabajo allí. Pronto la despiden. Suponemos que el hijo del jefe vuelve a ocupar su puesto. Se busca la vida. Vende ropa usada y pesca truchas con una curiosa trampa fabricada con una botella. Es muy activa... El cine de Jean Pierre y Luc Dardenne es conocido por la fisicidad que transmiten los actores que se ponen a sus órdenes. Un dominio prodigioso de la cámara de mano, de la steadycam, nos convierte en la sombra de sus personajes, en sus insistentes persecutores. Nos convertimos en convidados de piedra de sus rutinas diarias, nos interrogamos sobre su angustia, espiamos el menor matiz de su expresión, los juzgamos. Como el personaje de Riquet, seguimos a Rosetta ruidosamente. Nos enamoramos de ella. Sin embargo, ella no tiene mucho que esconder. Sólo es una chica que pretende ser como los demás, ser normal. Pero en sus intentos tropieza con el capitalismo, aunque ella no lo llamaría así, o quizá sí. En realidad no tiene a quien dar su opinión, así que no lo sabemos. Sí sabemos en cambio que no muestra reparos ante nada ni ante nadie, porque está cansada de cargar con la vida a cuestas. Los Dardenne no se explayan en aclaraciones, prefieren que hablen por sí mismos los personajes, a través de sus acciones y ocupaciones. Su perspectiva artística no rinde cuentas al realismo más allá de la credibilidad de su protagonista. La verdad nace de una apuesta visual increíblemente personal, artificiosa incluso, a la que se rinde una fidelidad absoluta. Nace pues, de la confianza en las posibilidades expresivas del "dogma" que han adoptado. El film tiene dos protagonistas, Rosetta y el espectador, y entre ellos se entabla una conversación silenciosa que a veces pasa a disputa. La mirada de Rosetta responde a unas preguntas, las nuestras, trasmitidas por boca de Riquet. Nos desafía con su rechazo a manifestar la sensualidad, el romanticismo, la belleza, que guarda en su interior. Nos contraria con su comportamiento impulsivo, otras veces con su frialdad. Los Dardenne saben jugar con las ideas preconcebidas del espectador, al que invitan a poner en cuestión las acciones de la protagonista, si bien a la vez saben que quien está en examen es el propio espectador, que se retrata con sus juicios morales, su mentalidad burguesa. "Rosetta" es una crítica al capitalismo desde un punto de vista moral que extiende su análisis de las estructuras del sistema (hasta el agua se negocia) a los absurdos del Estado del Bienestar (hay que trabajar para cobrar el paro), pasando por consideraciones de un feminismo combativo, en una perspetiva humanista que exige responsabilidad del individuo a la vez que muestra las circustancias que lo atenazan. Es, pues, un punto de vista crítico que no admite verdades absolutas ni reduccionismos de ningún tipo. Hablar de los Dardenne pasa también por hablar de los símbolos, que en su gratificante simplicidad se exhiben sin reparo, integrados en el conjunto escénico formado por los personajes y sus acciones cotidianas. Hay, como en "El hijo", una consistente secuencia final en la que se suman símbolos tanto sonoros como visuales con una imponente fuerza reveladora. El film es de una violencia de carne y hueso, que vapulea la cámara. La sorpresa, otra clave del cine de los Dardenne, espera en cada esquina. Una última imagen y una última mirada. "Rosetta" es una merecida Palma de Oro, y una película para volver a ver.
Domingo, 30 de octubre del 2005 - Brevemente sobre Mulligan.
l cine de Robert Mulligan, el director de las recordadas "Matar a un ruiseñor" y "Verano del 42", se caracteriza por la fidelidad en la mayoría de sus obras a una serie de temas, motivos formales y recursos narrativos, lo que lo convierte casi en un autor dentro de las postrimerías del cine clásico. La cámara de Mulligan acostumbra a adoptar la mirada del niño o del adolescente, una mirada tamizada por la pátina del recuerdo que nos sumerge en universos coherentes de ideas y actitudes pertenecientes a personajes en plena crisis de su desarrollo. Hay por este motivo en el director una tendencia a introducir la irrealidad y la fantasía, la que surge de las contradictorias psicologías de sus personajes, en un ambiente naturalista, normalmente el del rural del sur americano. En consonancia, se observa en Mulligan un gusto por describir un mundo ordenado, casi geométrico, de lugares, objetos, espacios: hay un mundo familiar, conocido, aceptado, donde los personajes se sienten confiados, y hay un mundo oscuro, a veces fantasmagórico, en donde se internan los personajes en su afán por descubrir lo desconocido, lo prohibido, el tabú. El despertar de la sexualidad, la conciencia del significado de la muerte, la pérdida de la inocencia en suma, son los temas preferidos del realizador. Algunos otros títulos del realizador como "Verano en Lousiana" o en un nivel de mayor de complejidad (la irregular) "El otro" son claras muestras de esta forma personal de hacer cine.