Miércoles, 28 de septiembre del 2005 - Crítica de Lo que el viento se llevó.
l otro día tuve la oportunidad de revisar la popularísima y reconocida superproducción "Lo que el viento se llevó". Como creo que es bien conocida por todos, y como ya se ha escrito prácticamente todo sobre ella, me voy a ahorrar cualquier detalle sobre la historia y concentrarme en defender mi posición sobre el film, que es absolutamente negativa, aún cuando cualquier drama clásico americano puede contar con toda la predisposición por mi parte. Llanamente, y sin que se quiera leer en mis palabras misoginia de ningún tipo: "Lo que el viento se llevó" ("Gone with the wind", 1939) es una película orientada a un público femenino, con poco criterio y aún menor nivel cultural. Mejor será que añada algún matiz, porque estamos ante una película de casi cuatro horas de metraje, a lo largo del cual se pueden diferenciar con facilidad dos films casi opuestos. Aún con sus limitaciones, la primera parte, que culmina poco después del retorno de Escarlata a Tara, supera con creces la desatinada, y claramente innecesaria segunda parte, de modo que por sí misma es una gran obra. Esta primera parte es de un dramatismo altisonante, con graves remarcados musicales, que describen a un personaje complejo, pasional y cerebral, una mujer manipuladora, orgullosa de sí, irreverente, irreductible, sobre un (tras)fondo de fieros colores rojizos, los colores de la tierra, de la sangre y de la guerra. Se trata de un personaje al que acompañamos en su evolución hacia la madurez, a una Escarlata modelada por las rupturas que impone la conflagración: del tapiz de arcoiris de los bailes de salón y las ansias de victoria, a la decadencia y devastación de los vencidos y la supervivencia entre el fango. La hacienda de los O'Hara, Tara, se divisa, iluminada, hasta la lejanía, como una herencia y una promesa... No hay que dejar de reconocer la poesía que toma como premisa esta primera parte, con planos de gran amplitud que abarcan escenas de una espectacularidad inconmensurable, que emocionan por sí mismas. Los instantes cómicos responden al estilo clásico, y sirven a la historia con soltura, pero desprenden cierta intención de ridiculizar y parodiar al género femenino y a la etnia negra, lo cual tampoco es ajeno a la tradición de los estudios hollywoodienses. Hay una despreocupación total por dar entidad al contexto donde se desarrolla la película, con una denunciable simplificación de la guerra, de la que no se investigan sus causas y consecuencias históricas, ni aún centrándose en los aspectos más individuales del conflicto. Se rehuye por tanto, cualquier intento de crítica social, que se reduce a las intervenciones cínicas de un Rhett Butler arrogante y confiado, pero que, contra toda lógica y coherencia, decide a última hora alistarse en el ejército. Una coherencia que no le vendría nada mal a una segunda parte que es un despropósito y un insulto a la inteligencia. Aquí, el realizador (sea quien sea, pero confiando que no se trate de Cukor), se revuelve en la obviedad presentándonos a una Escarlata que es una parodia de sí misma, y alarga la historia hasta el límite añadiendo nuevas remesas de acontecimientos que nada aportan al film. Inusitadamente, se eliminan de la narración los usos formales y estéticos por los que se podía identificar la primera parte, con un desprecio absoluto al potencial expresivo del ambiente oscuro y opresivo de la postguerra (o también de los campos donde Escarlata trata de sobrevivir). Se prefiere la neutralidad expositiva a la espectacularidad y lirismo de la primera parte, y el dramatismo y la significación se olvidan para convertir la historia en un folletín de la peor ralea. Asistimos a una sucesión de cruentos accidentes y desgracias, con la consiguiente escena lacrimógena a pie de cama, seguidos uno tras de otro, sin el menor rubor, hasta la hilaridad. Sería todavía disculpable, si no fuera porque además se descargan los momentos dramáticos de todo sentido, obviando el pasado que une y enfrenta a los personajes, vaciando la escena de trasfondo y de verdadera emoción. Esta falta de coherencia también se transmite al resto del film, en la que se adaptan para cada escena el estado psicológico de los personajes y el modo en que se relacionan, olvidando la evolución que se ha venido construyendo parsimoniosamente sobre ambos. Como consecuencia, se nos conduce por una serie de situaciones que se reinventan continuamente, y nos topamos, reconciliados, personajes antes distanciados, para que después vuelvan a enfrentarse, y así hasta la saciedad. Especialmente chocante es el caso de Escarlata, a la que sorprendentemente encontramos disfrutando de los lujos más prosaicos, cuando se nos la ha retratado como una mujer egoísta, pero que siempre actúa pasionalmente, en pos de un valor (sea el amor, sea la tierra) y que por sus desventuras ha alcanzado una madurez y consciencia del lugar que ocupa en el mundo. A estos efectos, el registro interpretativo de Vivien Leigh cambia a velocidad alarmante, importando poco lo que se ha contando en la escena precedente, y subordinando todo, quizá, al vestido que ha de llevar en cada instante, para mayor lucimiento personal, en escenas en las que en ocasiones actúa más cara al espectador que hacia su propio partener. Mientras tanto, un Clark Gable que había aparecido hasta entonces intermitentemente, nos apabulla con su presencia y sus infumables discursos, y nos enternece con las atenciones que dedica a una hija cuya única finalidad en el film es convertirse en cadáver siguiendo la tradición familiar. Sin embargo, el argumento más decisivo en contra de esta segunda parte es que, simplemente, y a pesar de algunas escenas memorables, es totalmente prescindible, porque se trata de una repetición exacta de lo que ya había sido relatado en la primera, sin que añada nada y sin embargo sí perturbe considerablemente las bases sentadas con solidez antes. Decepcionante e irregular este film, uno de los más famosos y valorados de la historia del cine, que no por más frases sonadas es mejor.
Miércoles, 28 de septiembre del 2005 - Crítica de Antes del amanecer.
lgunas cosas sobre "Antes del amanecer" ("Before Sunrise", 1995), la pelicula del (en otras ocasiones) experimental Richard Linklater sobre el romance entre dos jóvenes que se encuentran en un tren, y que deciden compartir una única noche juntos en la ciudad de Viena. Los personajes interpretados por Ethan Hawke y una maravillosa Julie Delpy son los protagonistas absolutos de una obra que se centra casi exclusivamente en su acercamiento, en sus equívocos, en sus dudas y esperanzas, en una serie interminable e ininterrumpida de diálogos pretendidamente profundos. No he tenido la oportunidad de ver la continuación, estrenada en fechas recientes, que narra un nuevo encuentro entre la pareja (en la misma ciudad, a la misma hora), pero tengo grandes dudas de que pueda ofrecer algo diferente al film que nos ocupa. Se trata de una película muy hablada, y por tanto poco visual, que parte de una idea poética, la de encapsular a dos seres en una vivencia única, que se sigue minuto a minuto a través del film, y que se cierra circularmente, tal como ha comenzado. Las conversaciones entre el poco creíble personaje de Hawke con el vivaz de Delpy se recrean en dicha poesía, y exploran las diferencias que se abren entre ellos. Por ejemplo, las culturales, entre una intelectualidad más europea, con mayor conciencia política, y unas preocupaciones más prácticas del lado americano. O las de género, con el recato de ella y la impulsividad de él. O las que nacen de sus dispares personalidades, más soñadora ella, más llano él. La película nos regala momentos de gran vitalismo en sus primeras escenas, las del acercamiento entre los dos desconocidos, que pronto, mágicamente, comparten una gran intimidad y familiaridad, y también momentos cómicos, como los que retratan los intentos de sellar su relación con un beso. Sin embargo, unos diálogos que caen en la verborrea hacen que la obra pierda el norte en cierto sentido, y debilitan su significación global, si tal cosa existiera en la película. Los variedad de los temas, de la soledad y la muerte a la fugacidad del amor y la pasión, se inscriben todos en un relato sobre las preocupaciones y ansiedades propias de la juventud, pero no llegan a confluir armoniosamente. Pese a la simpatía que despiertan los personajes y el conseguido romanticismo de la obra, nuevamente, los recurrentes diálogos, aunque no sin cierto atractivo, agotan al espectador hasta tornarse irreales. La visualidad de la obra se reduce a una Viena que se deja entrever en los planos, aunque para el caso, cualquier ciudad con cierta atmósfera le hubiera servido igualmente, y también a algunos detalles que ni siquiera merecen mención aquí. Algunos tópicos sobre lo europeo nada imprescindibles dañan finalmente la calidad de una obra demasiado complaciente, a la que sin embargo nadie le puede objetar su inspirado romanticismo.
Lunes, 26 de septiembre del 2005 - Crítica de Un hombre y una mujer.
ean-Luis y Anne. Un hombre y una mujer. Anne trabaja en el mundo del cine como script, Jean-Luis como probador de coches de carreras. Jean-Luis tiene un hijo, Anne, una hija. Una noche, a su regreso del domingo que comparten con sus hijos, ambos se encuentran... La silueta de un hombre paseando con su perro se dibuja sobre el mar, Anne y Jean-Luis observan con simpatía sus acompasados andares... "Un homme et une femme" (1966) es un film representativo de la (heterogénea) nueva ola francesa, y un retrato impresionista sobre el amor y el desamor en su más pura expresión. Combinando inteligentemente el uso de diferentes fotografías, con una brillante escenografía, y a través de un elaborado y consciente montaje de las escenas, Claude Lelouch construye, sobre una única historia, una serie de variaciones formales sobre un mismo motivo. El director reduce a la mínima expresión la sustancia narrativa para enfrentarnos del modo más directo a unos personajes desnudos y cuyos sentimientos bastan para ser explicados. Por encima de la ficción, se prefiere la realidad, pero la realidad que nos transmite Lelouch es una visión parcial y fuertemente personal del ser humano y el mundo que le rodea. Una reconstrucción racional de las cosas no sirve a la comprensión de los sentimientos, y no se da como tal en el comportamiento cotidiano. La verdadera realidad es la de las sensaciones y emociones fugaces que dominan la voluntad del individuo. La preferencia es entonces por la ignorancia, por una mirada limpia y desprejuiciada hacia unos seres, que simplemente, se unen en el amor que les embarga, un amor sobre el que planea persistentemente la sombra de la fatalidad. El film muestra una evidente preocupación formal, con innovaciones que acercan a Lelouch a su coetáneo Jean-Luc Godard, como el uso continuado de rupturas en la linealidad narrativa, con flash-backs que nos revelan los recuerdos e idealizaciones de los personajes; o como también el recurso a la sorpresa, con la manipulación de la amplitud de campo de la cámara. Sin embargo, este formalismo no impide la búsqueda intencionada de la imagen imperfecta, arriesgándose en composiciones más complejas que integran la luz y el movimiento. El impulso creativo del realizador se impone sobre las contemplaciones con el ansioso espectador, interesándole en los lugares y recuerdos compartidos de la pareja para negarlos después a su voluntad. Lelouch se exhacerba en el romanticismo, se recrea en la exhibición del pesar, el júbilo, el ensueño, de los personajes, explicando lo mínimo necesario para dar sentido a las emociones más básicas del individuo, las que parten del apego o del rechazo, y llevando a cabo repetidamente sobre ellas una serie de ejercicios visuales impresionistas. Hay también algunos pasajes de un sentimentalismo sin eufemismos, llevado hasta el exceso, rozando la ridiculez, pasajes que sin embargo, no son los que más me han disgustado del film. Por otra parte, en cuanto a los aspectos negativos, Lelouch no disfruta de la capacidad de dar forma a la anaquía que sí es visible en Godard, un sentido afinado de la proporción: detiene innecesariamente la narración para darse el placer de contarnos detalles superfluos sobre la profesión de los protagonistas; rechaza los diálogos absurdos y recurrentes de alguno de sus compañeros de movimiento, pero los concentra en unos tramos del film, reservando para los demás un silencio, sin embargo, más productivo; la tensión narrativa, con la atención del espectador, oscila peligrosamente a lo largo del metraje. Por todo ello, sufre la calidad global de la obra y hace que pierda interés para el gran público, que sin embargo puede encontrar en ella un film genuinamente francés, acompañado además por las conocidas músicas de Francis Lai.